Decía 1 yo hace unos días,
respondiendo a una ocurrencia de Dña. Elena Valenciano en el Congreso de los
Diputados, que:
“en todo el tremendo asunto de “la cosificación y
manipulación del Ser Humano” que su feminismo radical intenta imponer a través
de una ladina y subrepticia ingeniería social, el aborto es una triste y
dramática “punta del iceberg” de la gran “tramoya” a la que solemos referirnos como cultura de
la muerte”.
Hoy leo en ForumLibertas el trabajo de Josep Miró i Ardèvol, El aborto significa mucho más
que abortar,
donde
desarrolla la misma idea pero presentada y argumentada de forma amplia y a la
vez sencilla, lo transcribo para que también
“nos aproveche” desde estas páginas
El aborto significa mucho más que abortar
Todo y con ser extremadamente
grave el uso de la muerte del no nacido como solución política general, hay que
decir que el aborto tiene un significado para nuestra sociedad que va mucho más
allá del hecho en sí. En realidad, significa la confrontación entre dos
formas de entender la civilización y la vida humana que están marcando a este
país y a Europa, a Estados Unidos, y que determinarán su futuro. En el
aborto se juega el devenir de nuestra sociedad, y no me refiero ahora al daño
demográfico, que también, y que es decisivo en la inestabilidad futura de las
pensiones; sino que quiero subrayar otra dimensión que hace referencia a las
pautas, a las normas, que rigen y lo harán cada vez más, nuestra forma de hacer
y nuestra convivencia. En definitiva, nuestro horizonte como sociedad.
Hay que reparar en que en
todo este debate los defensores del aborto borran absolutamente al embrión, al
feto, al inmaduro; al que ha de nacer. No existe en ninguno de sus razonamientos. Todo gira
alrededor de la madre y de sus presuntos derechos absolutos, inexistentes en
cualquier ámbito que no sea este, porque es una evidencia que la libertad
absoluta no existe, porque solo rige hasta allí donde empieza la de los demás.
En realidad, todos los pocos argumentos -porque siempre son los mismos
repetidos de distintas maneras- tendrían grandes dificultades para plantearse,
se volverían inanes si se introdujera la cuestión, de acuerdo con su
naturaleza, de qué derechos es portador el no nacido.
Según la sentencia del
Tribunal Constitucional, el que ha de nacer es un bien jurídico protegido.
Desde que se produjo esta decisión hasta ahora han pasado cerca de 30 años y la
ciencia ha evolucionado mucho, y en el sentido de acrecentar la definición de
lo que realmente es: un ser humano perfectamente diferenciado desde el momento
de su concepción, cuya identidad biológica será la misma hasta que la muerte
intervenga. En otras palabras, desde el punto de vista de su ADN, es decir
desde el fundamento biológico de la humanidad, entre un anciano de 90 años y un
embrión recién constituido no hay prácticamente diferencias. Por
consiguiente, es incuestionable que estamos ante un ser humano. No hay cabida
para discutir si se trata de una persona o no, cuál es su grado de conciencia o
no, porque la cuestión es la de ser humano, y es a ella a la que se refieren en
la declaración universal sobre esta materia. En ningún lugar está escrito que
el individuo para ser portador de derechos ha de tener conciencia de sí mismo,
y mucho menos todavía el de ser calificado como persona, que es un concepto
filosófico. Los mismos argumentos que sirven para eliminar a un no nacido
sirven para aplicarlos al bebé de tres semanas o al anciano en estado
vegetativo.
Por eso, en el fondo, es tan
peligrosa la idea del aborto. Porque entraña un enfoque de la vida y de la
dimensión de la responsabilidad ante ella y ante los propios actos
substancialmente distinta. En realidad, cuando el aborto alcanza cifras
masivas, como sucede en España y en gran parte de Europa, lo que hay es una
ruptura de la capacidad de compromiso, de vínculo, con otro que no sea yo
mismo. De ahí la falsedad del slogan del derecho al propio cuerpo, porque precisamente de lo que se
trata con el aborto es de librarse del cuerpo del otro. Es la mejor
manifestación de la burda falacia que conlleva aquella afirmación. El aborto es
la culminación de una sociedad desvinculada que ha sustituido el bien
por la preferencia individual, guiado por la satisfacción del deseo, y que
rompe con todo principio de solidaridad y que hace imposible el amor
entendido en su plenitud, es decir como don. Todo esto en esta sociedad queda
en segundo plano, tiende a no existir. De ahí el conflicto entre dos formas de
entender la vida, entre dos civilizaciones.
Se puede alegar con razón de
que esta afirmación tan rotunda sobre la desaparición del amor y de la
solidaridad no es cierta, cuando precisamente hay oleadas solidarias que
podemos ver y leer en los medios de comunicación, pero hay que subrayar una
advertencia: se trata de solidaridades débiles, que no comportan ningún
compromiso que condicione la vida de quien la ejerce. En muchos casos es al
contrario, son solidaridades festivas con dedicaciones escasas, sin mucho
sacrificio, que sirve para rodearnos de un áurea de bienestar buenista. En
realidad, si hubiera una solidaridad efectiva, la crisis no tendría
prácticamente efecto, porque con las cifras en la mano lo que hemos retrocedido
no justifica ni de lejos las altas tasas de pobreza que se han producido. Es
el imperio del vínculo débil, el sucedáneo en el que uno entra y sale como
le place, pero que no significa ningún compromiso que conlleve poner
limitaciones a la propia vida. Y esa es la cuestión, nos debatimos entre una
sociedad dotada de vínculos fuertes y otra que sostiene que la realización
personal pasa únicamente por la satisfacción de los deseos y pasiones
individuales, que requiere para poderse mirar al espejo que en ocasiones
hagamos un acto bueno, aunque el conjunto de la vida no este guiada para
propiciar el bien, es la solidaridad de la razón instrumental, una especie de
pequeño anexo a un lado de nuestra vida. Es lo mismo o menos que los
progresistas de antaño criticaban de la caridad de las “hermanas del ropero”.
Esta cultura del aborto
conlleva además otros componentes. Uno de ellos
es el uso
a ultranza del emotivismo. Todo razonamiento desaparece y se buscan
ejemplos y casos extremos para apelar a las emociones y desterrar así la
capacidad de razonar. No deja de ser curioso que quienes actúen así se
proclamen descendientes de la Ilustración y la Modernidad cuando en realidad
representan todo lo contrario. Sus planteamientos conducen a la irracionalidad
en las conductas porque niegan todo espacio a la reflexión.
Esta emotividad fuera de
medida, que la campaña del periódico El País encarna tan bien, introduce otro
elemento adicional que completa la destrucción de la realidad. Se trata de
que lo excepcional sustituya a lo normal (un enfoque que es también el
fundamento de la ideología de género). Cuando se habla del feto, en las
ocasiones escasas en que se hace, es para presentar solo casos excepcionales:
anomalías extraordinariamente infrecuentes de no nacidos; en lugar de acudir a
lo que es lo frecuente, lo normal, que es que el feto está sano. Porque esto es
lo que sucede en el 97% de los casos. Y las leyes se hacen para contemplar en
primer término las condiciones normales, es decir el que ha de nacer en
condiciones de salud. Y dentro de este marco de normalidad es donde se pueden
introducir como excepciones precisamente lo que constituyen casos
excepcionales. Pero no, el enfoque se invierte: se trata como excepción lo
normal y como normal lo anómalo. La percepción errónea de la realidad que esto
comporta es brutal y como una metástasis deja secuelas de todo orden.
Todas estas formas de operar
alteran la conciencia de nosotros mismos y de cómo consideramos a los seres
humanos, y de la realidad que nos envuelve. Nos sitúa en una perspectiva
absolutamente deformada y destructiva. Por eso decía al inicio que el aborto,
con ser grave, es un conflicto que en realidad ejemplifica un choque de
civilizaciones antagónicas en las que uno tiene futuro, pero grandes
dificultades para asentarse en el presente; y la otra nos conduce a la
catástrofe pero bajo el viento de la pasión del deseo avanza en el ahora en el
que vivimos.
Josep
Miró i Ardèvol,
presidente
de E-Cristians
y
miembro del Consejo Pontificio para los Laicos
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