Hace unos días, el 24 del pasado septiembre, desde la irritación, desde la impotencia,
desde el no podérmelo creer, escribía:
«...Yo acuso
hoy aquí al señor Rajoy de haberme convertido en un huérfano de opción
democrática. A mí y a muchos nos ha expulsado del sistema, dejándonos
materialmente colgados de la brocha; no se ha molestado en asomarse a la
calle a oír el clamor de la gente que se estaba manifestando. Le ha interesado
más hacer su particular mutis por la izquierda, la razón se me escapa... y
sería de justicia que me la explicara en sede parlamentaria, en el mismo lugar
donde 183 diputados le dijeron que el anteproyecto se debatiese, frente a 151 que pedían el no debate ¡Curioso viaje hacia la opción minoritaria! y ¿No
hay que explicarlo?
[...]»
Desde entonces, sigo
sin explicarme por qué no puedo centrarme en la cotidianidad a la que venía
acostumbrado, trabajar desde mis humildes medios por poner en valor las vidas
humanas despreciadas o descartadas.
Hoy he dado con un
artículo de Eugenio Nasarre, que mientras lo leía me parecía increíble que
alguien pudiera estar describiendo de forma tan precisa mis sentimientos más
hondos. No quitaría ni una coma.
Una amarga derrota
26 septiembre,
2014
Eugenio Nasarre, en Paginas
Digital
Quiero transmitir a los
amigos de estas Páginas los sentimientos que me embargan estos días. Me
perdonarán, pero no puedo por ahora hacer otra cosa. Tiempo habrá, si Dios lo
quiere, para hacer los análisis de lo que ha pasado, porque el asunto claro que
se lo merece. Lo que siento es la amargura de una gran derrota. Cualquier
derrota tiene sabor amargo, pero lo tiene mucho más cuando es por una noble
causa. Siempre he pensado que la política sólo vale la pena para luchar por
nobles causas, que son las que la legitiman y le dan dignidad.
He hablado en estos últimos
días con mucha gente. En estas ocasiones no me interesan los tuits ni los
mensajes por whatsapp. Es mejor hablar cara a cara. Y he percibido en muchos
una consternación y tristeza de una hondura que no es nada habitual. No me
parece acertado hablar de irritación. Lo apropiado, la palabra que con más
frecuencia he oído, es desolación. ¿Por qué este sentimiento? Creo que la
explicación es por intuir la magnitud y el carácter de la derrota que va mucho
más allá de la paralización de un proyecto de ley, por muy relevante que éste
sea.
Esta desolación (“aflicción
extrema” la define el DRAE) obedece a que muchos han percibido casi de repente
una cierta orfandad política, la sensación de que el partido en el que habían
confiado con naturalidad, que constituía la expresión política de un sistema de
valores en los que creían y que consideraban buenos para configurar nuestra
convivencia, se alejaba de ellos. ¿Una mutación del partido de carácter irreversible?
¿Una incapacidad política para afrontar batallas democráticas en temas que
afectan a valores de fondo? ¿Una renuncia a ofrecer con vigor y convicción un
“proyecto cultural”, por prioridades aparentemente más apremiantes, como si el
futuro de una sociedad no se jugara en el terreno de los valores? Preguntas a
las que no he podido responder, pero de las que –eso es lo único de lo que
estoy seguro– dependerá lo que suceda en los próximos tiempos en el
centro-derecha español y, por tanto, en la democracia española.
Pero ese malestar se acentúa
cuando se observa la reacción de buena parte de la izquierda y de corrientes
que se autocalifican de progresistas. La reacción alborozada por el triunfo que
han obtenido, sin necesidad de pasar por las urnas ni someterse a ninguna
votación, refuerza la convicción de su superioridad moral. Es lógico que así
suceda, cuando constatan con tanta claridad los temores, debilidades y
complejos de la expresión política del centro derecha: los valores los marcan
ellos; el centro derecha, simplemente a administrar.
¿Hacia dónde se orientará
este sentimiento de desolación? No creo posible dar ahora una respuesta. Los
sociólogos probablemente minimizarán el alcance de este malestar, porque hay
estados de ánimo que las encuestas son incapaces de detectar. Y porque además,
si la irritación llama a la movilización, la desolación no puede expresarse con
pancartas. Es un sentimiento más hondo que puede conducir a un amargo
retraimiento.
La sensación de orfandad
política produce todavía mayor malestar en las circunstancias especialmente
dramáticas en las que vive nuestra sociedad: el porvenir de la nación está en
juego, el futuro del régimen de libertades y de democracia que nos dimos en la
Constitución de 1978 se enfrenta a desafíos formidables. La astucia de algunos
gurús quiere convertirles en rehenes, despreciando el sufrimiento que produce
la desolación. Pero la historia nos demuestra que eso es jugar con fuego. La
astucia no conduce siempre al paraíso.
En todo caso, a los amigos
de estas Páginas quiero decirles que mi convicción hoy más que nunca es que
vale la pena defender y trabajar por el valor de la vida humana, y su
protección especialmente a los más desvalidos e indefensos, porque sólo así
construiremos una sociedad más humana.
http://www.analisisdigital.org/2014/09/26/una-amarga-derrota/
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