Al principio les creí. Pensé que proponían el aborto de buena fe y me dije: "Bueno, vamos a debatir".
Me dijeron que proponían el aborto porque morían chicas.
Les pregunté haciendo qué morían esas chicas, y me dijeron "abortando". Les pregunté si esas muertes se evitarían si no se abortara y me dijeron que era machista.
Me dijeron que el problema era la clandestinidad.
Les pregunté si el riesgo que conllevaba realizar otros actos ilegales también era motivo para legalizar aquellos actos, y me dijeron que no, que era ridículo. Les dije entonces que el argumento que proponían era el mismo, y entonces era ridículo, y se enojaron.
Insistieron en que era un problema de salud pública por la cantidad de muertes.
Les pregunté cuántas eran y no se pusieron de acuerdo.
Unas dijeron números ínfimos (ninguna vida es ínfima, pero era un número ínfimo para hablar de emergencia en salud pública), y otras que era un número altísimo, equivalente a la población femenina entera en un solo año.
Entre ellas no vi discrepancia ni correcciones.
Les pregunté entonces si el dato les importaba. Callaron. A las que dieron números pequeños les pregunté si no sería más efectivo a nivel salud invertir esos recursos en prevenir otras muertes más numerosas, y me llamaron insensible. Pero yo no las vi preocuparse por esas otras muertes numerosas. A las que daban números exorbitantes les pregunté cómo pensaban repoblar el país. No rieron.
Les mostré que en países donde era más fuerte y eficiente la prohibición, había muchos menos casos de muertes maternas por abortos que en los países donde era legal que se hicieran. No les importó.
Les mostré que otros países ya estaban sacando de circulación, por el peligro que traía a la salud materna, el misoprostol que ellas promovían en nombre de la salud. No les llamó la atención.
Empecé a dudar. Pensé que quizá se podía resolver el núcleo de la cuestión, que tiene que ver con la vida y la libertad.
A los que les hablé de metafísica, me dijeron que eso era chamuyo.
A los que les hablé de ciencia, me dijeron que la ciencia no tenía competencia en la ley.
A los que les hablé de ley, me dijeron que era una cuestión de principios.
A los que les hablé de principios, me dijeron que todo era relativo. A esos les pregunté entonces por qué estaban tan seguros, y me llamaron dogmático.
Me dijeron que era una cuestión de pobreza.
Les pregunté si les parecía bien matar pobres. Se enfurecieron.
Les pregunté si sabían de las políticas internacionales que promueven el aborto como un recurso para reducir la población de los países pobres. A unos les parecieron bien. Otros no pudieron verlo, no soportaban la contradicción.
Les pregunté si no era mejor mejorar la economía, y les hablé de modelos económicos exitosos. Se aburrieron y me miraron raro, como si hablara otro idioma.
Me dijeron que era una cuestión de autonomía y autodeterminación.
Les pregunté si estaban de acuerdo en aplicar la autonomía y la autodeterminación a temas de economía y política. Me dijeron que no, que uno no puede tomar decisiones que dañen a otro.
Me dijeron que era un tema de igualdad de género.
Les pregunté si los padres podían demandar el aborto en contra de la voluntad de la madre. Se escandalizaron.
Les pregunté si la madre podía abortar contra la voluntad del padre. Les pareció obvio. Les pregunté si entonces todavía creían en que a un padre se le puede exigir legalmente hacerse cargo de un hijo que él no quiso. Lanzaron gritos de guerra.
Me dijeron que era un tema de países progresistas.
Les pregunté si estaban de acuerdo con todas las políticas de esos países. Negaron rotundamente. No vieron nada raro en eso.
Me dijeron que nadie podía obligar a una mujer a ser madre. Estuve de acuerdo.
Pero les pregunté primero por qué sí se podía obligar a un hombre a ser padre. No entendieron.
Les pregunté si creían que el derecho a decidir estaba por encima del derecho a vivir. Dijeron que era relativo.
Les pregunté por qué, mejor, no buscamos una propuesta superadora que respete las 2 vidas y la elección de los padres a no hacerse cargo.
Me dijeron que no les hable de adopción.
Les pregunté por qué. Callaron. Les insistí en por qué no mejorábamos el sistema de adopción. Me dijeron que era imposible. Les comenté de otros países donde se hacía. No quisieron escuchar. Les mencioné proyectos de ley en nuestro país para mejorar el sistema. Pero nadie había hecho pañuelos por ese proyecto. Tampoco ahora.
Las vi vestidas todas de un mismo color, vitoreando a su equipo, agradeciéndole las emociones que les hizo vivir.
Les dije que había ahí un fenómeno de masificación, y me llamaron racionalista.
Les pregunté si no seguían sin cuestionar lo que la masa, manipulada por medios y poderes, les proponía. Me llamaron nuevamente dogmático. Sí. A mí.
Me di cuenta entonces que eran todas excusas. Que directamente la vida no les importaba. Ni la de los seres humanos en gestación ni la de las gestantes. Si no, habrían dudado. Si no, habrían escuchado. Si no, habrían investigado. Si no, habrían militado por propuestas superadoras. Pero no. No les importa.
Las chicas sólo quieren poder matar. Los chicos sólo quieren desentenderse y no hacerse responsables.
Qué triste que después de tanto feminismo crean que sólo pudiendo matar serán empoderadas. O peor: Que no crean nada; que no se hayan animado a detenerse a pensar.
Por Guillermo Barber Soler
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