lunes, 3 de febrero de 2014

Aunque lo malo se vista de “bueno”.... malo se queda


Manifestaciones, todas las del mundo.  Algaradas, sin número.  Acoso “soez” y desvergonzado a quien no comulga con sus delirios, también.  Pero “razones” lo que se dice razones, ninguna.  Argumentos, lo que se dice argumentos, solo parecen insultos y descalificaciones.
Repiten con falsa “conmiseración” que el aborto es un drama, pero ni saben explicarnos por qué un “derecho es un drama”, ni mueven un dedo para paliar ese drama. Estoy (sentado) a la espera de que los paladines y promotores de semejante “drama” creen alguna ONG sin ánimo de lucro (... no se rían, por favor.) que promocione y oferte abortos sin que los tengamos que pagarlos todos con nuestros impuestos.
Termino trayendo para vosotros un estupendo artículo de Estanislao Martín Rincón que como buen pedagogo, que es, nos enseña acerca de la maldad intrínseca del aborto en un lenguaje que se le entiende todo. ¡Disfrutarlo!

Ser madre... ¿de qué?, ¿de quién?
El aborto, un crimen que hace mal a toda la sociedad en su conjunto. No es una cuestión política, ni legal, ni científica, ni religiosa; es un asunto humano. Hablemos de ellos sin miedo que es lo que más bien puede hacer.
Estamos en pleno debate social sobre el aborto. Tomaré postura desde el principio. El aborto voluntario es malo, redondamente malo, malo de suyo, porque sí, por su objeto, que es quitar la vida a la persona engendrada y no nacida. En cualquier acción, desde el momento en que el objeto es malo ya nada puede convertirla en buena, ni la finalidad ni las circunstancias que concurran en ella. Quitarle la vida a otro antes de haber nacido, de manera voluntaria, es malo porque hace mal. Hace mal al no nacido, que no puede ni siquiera asomarse a la vida, hace mal a la madre, la cual no tardará en pagar en su persona la factura, hace mal al padre, hace mal al que lo practica, al que lo promueve, al que lo silencia, al que lo tolera. Y no hace bien a nadie, aunque haga ricos a unos cuantos. (También se enriquece el ladrón o el estafador y tampoco le hace bien robar, por más que pueda parecérselo a él o a cualquier otro).
Mal y bien, malo y bueno. Hay que recuperar estas palabras. Muchas veces se ha dicho que la primera y gran batalla está en el lenguaje. Pues bien, bueno y malo, que están llenas de contenido objetivo y son muy fáciles de entender. Nada de positivo y negativo, correcto o incorrecto, conveniente o inconveniente, etc. Que no, que si no llamamos a las cosas por su nombre perdemos fuelle. El aborto es malo porque hace mal, y la promoción de la vida es cosa buena porque hace bien.
Lo que no es malo es hablar de él. Eso sí viene bien, y especialmente en este momento. Es bueno que se hable de este mal, porque cuanto más se hable, más oportunidades hay de que los argumentos a favor del aborto vayan perdiendo terreno, justo el mismo terreno que irán ganando los que se esgrimen en contra, o sea favor de la vida. La ganancia de los que defienden el aborto está en el silencio, por eso se irritan cuando se habla de ello. Y eso ocurre porque no tienen argumentos consistentes.
Y no los tienen porque no los hay. En su lugar usan falacias, es decir, argumentos que parecen verdaderos pero no lo son porque encierran engaño. El que más se repite ahora es que nadie puede obligar a ninguna mujer a ser madre. Se arranca de este principio, que está lleno de verdad y al amparo de su verdad se esconden de manera torticera unas cuantas patrañas. Día sí, día también, oímos muchas voces defendiéndolo. Voces procedentes mayoritariamente de la izquierda, bastantes menos, pero no son pocas, de la derecha, y un buen número de otras que vienen sin encuadre político. En todo caso conviene caer en la cuenta de que esto del aborto no es una cuestión política, ni legal, ni científica, ni religiosa, como muchos quieren hacer creer. Esto es un asunto humano, no más, de muchísimo calado, pero esencialmente humano, como lo pueda ser, aunque con menores consecuencias, buscar un trabajo, educar a los hijos u organizar el tiempo. Es un asunto que marca profundamente la vida de quien está implicado en él, que tiene aspectos que interesan a esas áreas (política, religión, ciencia, etc.) pero que en sí mismo no es sino personal, lo cual, a su vez, significa individual y social al tiempo.
Pues bien, vamos con el argumento falaz. Antes de dar por bueno el principio de que nadie puede obligar a la mujer a ser o no ser madre conviene detenerse a ver qué significa la palabra obligar. Aparte de otras acepciones que no vienen al caso (el diccionario de la RAE ofrece cinco), para lo que aquí se pretende, que es levantar la voz contra esa falacia, “obligar” significa dos cosas. Por una parte quiere decir forzar, por otra, comprometerse.
Si por obligar queremos decir forzar o coaccionar, entonces el principio nadie puede obligar a la mujer a ser o no ser madre es del todo válido. Efectivamente, nadie puede forzar a una mujer para que sea madre ni para que no lo sea. Ni dentro ni fuera del matrimonio. Pero esto no es nada nuevo, al menos yo no he oído ninguna proclama en favor de la coacción, el estupro, la violación o cosa parecida.
Otro cariz tiene la cuestión, y bien distinto, si por obligar entendemos obligarse, contraer obligación, acepción que también está recogida por el DRAE y que significa comprometerse. El caso más claro, aunque no sea el único, es el caso del matrimonio católico. Cuando se contrae matrimonio sacramental, cada uno de los contrayentes se obliga a “recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia”, de tal manera que en las nupcias hay un compromiso abierto y explícito de engendramiento y educación de los hijos, que es condición indispensable para el matrimonio, aunque no se puedan especificar las circunstancias de dicho compromiso. Para no desviarnos demasiado del asunto que queremos tratar digamos que en el matrimonio católico cada parte tiene todo el derecho a esperar de la otra los hijos que puedan derivarse de esa obligación libremente asumida, obligación de paternidad en el varón y obligación de maternidad para la mujer.
Hecha esta salvedad -que no es de poca importancia- sigamos con el cacareado principio de que nadie puede obligar a una mujer a ser madre. Está bien dicho pero mal usado. Porque la realidad hacia la que apunta es otra que la que contiene. La realidad es que si hay unión sexual fértil, ya hay madre. Tras el acto de fecundación, la mujer ya no puede elegir ser madre, ya lo es. Ahora lo único que puede decidir es ser madre de un hijo vivo o ser madre de un hijo muerto. Aclaremos también que el hijo es hijo desde el momento cero de su existencia, desde el instante de su concepción. No habrá que empeñarse mucho en demostrarlo. El sentido común, la filosofía y la biología coinciden: Ya hay un nuevo ser, distinto de la mujer, concebido en su interior y dependiente de ella, o sea un hijo. ¿O en qué consiste ser biológicamente hijo?
La elección es entonces entre hijo vivo o hijo muerto. Cuando se plantea el aborto como elección, la elección no es de maternidad sí o maternidad no, la elección está en entender al hijo como un “algo” o como un “alguien”. Si la mujer opta por ser madre de alguien, ese alguien recibirá un nombre, se le posibilitará ser tratado como persona y siempre podrá responder a la pregunta ¿quién? Si por el contrario opta por abortar (ser madre de un hijo muerto) quien debía tener nombre no lo tendrá, nadie podrá tratarlo como la persona que empezó a ser pero se frustró, no le dio tiempo ni siquiera a tener un nombre y se quedó sin ser reconocido como lo que ya era. Fue obligado en el peor de los sentidos a quedarse en algo y así fue tratado, como un deshecho del cuerpo de la mujer. Ya no será lo que le correspondía: Para el varón que lo engendró y para la mujer que lo abortó, un hijo; si ya hay otros hijos, el abortado no podrá ser hermano; para los padres de sus engendradores, nieto... para todos los demás, en fin, un hombre o una mujer, uno de nosotros de quien se nos priva para siempre. Era un quién, era alguien, pero sus abortadores lo convirtieron en el peor de los qué, en detrito, “algo” que se tira a la basura, un deshecho.
Qué tremenda paradoja y qué cruel. Quien por su embarazo ya es madre, obliga al hijo a no ser hijo. Quien invoca un principio por el cual no puede ser obligada a ser madre, amparada en ese principio, contraviniendo los impulsos más nobles de su feminidad y forzando el derecho, obliga de manera irreversible a que el hijo no pueda vivir como lo que fue llamado a ser: Hijo, hermano, nieto... persona.
Estanislao Martín Rincón
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